“No tengo tiempo. Mi día debería tener 48 horas”. Cuando lo repites como un mantra es un signo irrevocable de que tienes un serio problema con el tiempo y creedme cuando os digo que es una de mis citas célebres. Al final se hace realidad y el tiempo se encoge como una prenda de algodón en agua caliente. Ahora es el momento de poner sobre la mesa todos aquellos pensamientos que me han rondado por la cabeza tras quitarme el reloj de pulsera y construir aquí mi mapa temporal del mundo.
No cabe duda de que el tiempo es valioso y por eso lo exprimo al máximo. Parece que si no lo ocupo completamente, lo estoy malgastando; así que, a menudo, veo cómo mi agenda está repleta de actividades y compromisos en un perfecto rompecabezas donde cada pieza encaja a la perfección. Me encanta cuadrar mi agenda, saber dónde voy a estar, con quién y a qué hora. Me siento más eficiente porque cada hora, minuto y segundo de mi vida está dedicado a hacer algo. Aprovecho el tiempo hasta que ya no queda tiempo para aprovechar. Un espacio en blanco en mi agenda puede convertirse en un abanico de nuevas oportunidades y puede que sea mi necesidad de usar cada segundo, la que hiciera que me llamara la atención una película que, para muchos, habrá pasado inadvertida. Yo la encuentro fascinante. Y no por las actuaciones bastantes flojitas de Justin Timberlake y Amanda Seyfried, ni por los inexistentes efectos especiales, ni por el guión hollywoodiense. En un instante, simplemente, la historia me atrapó. “In time, el precio del mañana” dibuja una distopía donde los humanos no envejecen físicamente más allá de los 25. Esta modificación genética viene condicionada por un reloj con el que se nace y que marca el tiempo que te queda por vivir. El dinero ha desaparecido del sistema y es ahora, el tiempo, la moneda de cambio que se utiliza para pagar el café de la mañana o el billete del autobús. El mundo es igualmente injusto y desigual y es que, para que unos pocos sean inmortales, muchos otros ven cómo se tienen que matar literalmente en duros trabajos para no quedarse sin tiempo pagando así un alto precio por la vida. Will Salas recibe un regalo inesperado: Uno de los inmortales se ha cansado de vivir y le regala su tiempo, casi un siglo. Will decide cambiar su destino y sale del ghetto donde vive. Atraviesa los peajes necesarios hasta llegar a New Greenwich, el barrio de los ricos que poseen todo el tiempo del mundo. Muerta de sopor, Will conoce a Sylvia, la hija de un poderoso inmortal y, con ella, inicia una atrevida aventura: robar tiempo a los ricos para dárselo a los pobres y tratar de acabar con el sistema injusto en el que viven. Tranquilos que no hay más spoilers ni os desvelaré el final pero creo que es una película que te hace reflexionar sobre el mundo en el que vivimos actualmente. Además de que siempre es agradable que Hollywood promueva iniciativas antisistema, cosa que no deja de ser curioso, al menos para mí.
Esta relectura del mito de Robin Hood y Lady Marian o de Boonie y Clyde, si se prefiere; pone de relevancia la esclavitud del sistema. Vivimos para trabajar, rápidamente como si el tiempo se nos escapara de las manos. Corremos como pollos sin cabeza hacia un éxito efímero que no nos hace más felices y ¿para qué? Por el dinero. En “In Time”, correr y hacer las cosas deprisa son un signo de pobreza porque hay que economizar el tiempo ya que si te quedas sin él, mueres. Y esto, a mí, me hizo pensar mucho en la velocidad por la que me muevo por la vida. Por otro lado, los inmortales están aburridos porque, aunque tienen tiempo de sobra, no hacen nada por miedo a que se lo roben. Son pájaros encerrados en una jaula de oro. Nadie es feliz pero ninguno trata de romper el status quo, hasta que una grieta lo hace tambalear. Encontrar un equilibrio parece una utopía inalcanzable y es que muchas veces no vemos más allá de nuestras narices. Se quiere lo que no se posee, sin cuestionar si es lo que se necesita y así nos movemos por el mundo como los títeres de unos cuantos inmortales aburridos. Tras ver la película pensé mucho en mi agenda, en el tiempo que dedicaba a cada actividad, a cada persona. Y llegué a la conclusión de que no sirve de nada organizar el tiempo. Correr por aprovechar cada segundo de mi vida, es sólo un signo de mi pobreza. No logro ver lo importante de cada momento porque ya pienso en lo que tengo que hacer después. La vida no se trata de tener más o menos tiempo, ni de saber organizarlo, ni de robarlo, ni ahorrarlo. Se trata de vivirla a pesar de lo que te obligue a hacer el sistema. “In Time” me abrió los ojos y me mostró que cada cosa tiene su tiempo, su ritmo. Acelerarlo o congelarlo sólo sirve para no disfrutarlo. Hay que saber saborear el tiempo que se te ha concedido.