EL ÁRBOL





Inmóvil. Sin poder moverse. Atado. Enraizado a la tierra. Preso. Movía las ramas en un intento de imitar a los pájaros que le sobrevolaban cada día. Sin éxito. Envidiaba las nubes que nadaban en el mar azul. Una lágrima de savia le resbaló por el tronco. El tiempo pasaba y con los años el paisaje se le hizo monótono y aburrido.  Algún animal lo habitaba por algún tiempo pero todos acaban marchando. Todos menos él. Frustración. No sentía que aquel fuera su lugar en el mundo pero, por algún motivo que no lograba comprender, sus raíces estaban prisioneras en el suelo arcilloso. Suspiró amargamente. Una liebre le pasó veloz y un escalofrío fugaz le hizo perder la última hoja que le quedaba. Frío. Otro invierno había llegado. Resignado cerró los ojos y durmió hasta la siguiente primavera.
La fuerte lluvia y el cielo tormentoso lo despertaron de su hibernación. El suelo se había derretido. Sintió que algo se movía. Sus raíces se sentían libres. Aquello no podía ser cierto. Podía moverse. De repente un torrente de agua lo arrancó de su estupor. Agua, piedras, fango. No distinguía nada a su alrededor. Algo lo arrastraba hacia lo desconocido. Mientras rodaba colina abajo, pensó que había que tener cuidado con lo se deseaba. Que se cumpliera, no era garantía de  felicidad.
Su tortura acabó en unas horas. La lluvia cesó y un sol amable lamió las heridas de su cuerpo magullado. Ante sí, la cuenca de un río. Atrás dejaba una eternidad de sufrimiento. Sus raíces maltrechas se volvieron a ocultar en la tierra. Lo volvían a hacer prisionero de la tierra. Ahora sin embargo, el árbol se sentía diferente. Sabía que podía moverse, sólo tenía que esperar el momento adecuado para hacerlo. Sus ramas renacieron más fuertes y frondosas que nunca de su tronco malherido. Un estornino extraviado se posó en su copa. Sonrió satisfecho al ver pasar el agua a su lado.

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