Y ENTONCES LLEGÓ LA LLUVIA
Hacía calor. Un calor sofocante. De esos calores que no te dejan respirar, que hacen que se te corte el aliento y no permiten llenar los pulmones de aire. Sudaba y notaba cómo la cama estaba húmeda. El cuerpo desnudo se pegaba a las sábanas. Vueltas y más vueltas. Imposible dormir con aquel calor. Los grillos gritaban desesperados. Tenía los ojos cerrados. Quería dormir pero aquel calor. Y más vueltas. Buff… Se sentó en el borde de la cama y se recogió el pelo en una cola alta. Observó su cuerpo brillante. Parecía que acababa de salir de la ducha, pero aquellas gotas eran de sudor. Sudor ácido que la quemaba en sus noches de verano. Fue a la cocina y abrió la nevera. El aire frío le puso el vello de punta. Buscó agua helada y bebió como si hubiera estado cuarenta días en el desierto. Pero aquella agua no la saciaba. La temperatura de su cuerpo no bajaba. Desesperación en su rostro. Encendió el ventilador y se colocó delante. Cerró los ojos y dejó que el viento recorriera todos los ángulos de su cuerpo. Qué descanso. Aquello parecía aliviarla. El calor le daba una tregua y suspiró. Lo desenchufó y lo trasladó a la habitación. Sonrió al ver que las cortinas se movían levemente. El aire del ventilador comenzó a bailar con la tímida brisa que entraba por la ventana. Claudia decidió echarse agua por encima. Así borraría los surcos de sudor de su piel. Salió de la ducha y obvió la toalla. Se tumbó encima de las sábanas aún mojada. Ahora podría dormir. Ilusa. La mano acarició la parte izquierda vacía de la cama. Aquel lado estaba helado. Hacía mucho que nadie lo ocupaba. El ruido del ventilador empezó a molestarla. Ahora competía con los gritos agonizantes de los grillos. Buff… Su mirada se clavó en el techo. ¿Y ahora qué? Unas lágrimas acudieron a sus ojos. Estaba cansada. Necesitaba descansar. Y ese calor…
Tic, tic, tic, tic… Unas gotas valientes golpeaban el suelo de la terraza. Poco a poco el repicar de las gotas suicidas se hizo más intenso. Miró la ventana con desgana y en ese justo momento una bocanada de aire frío la cerró de un golpe. Fue el acompañamiento ideal para la tormenta que acababa de estallar. Resopló agotada. Se sentó de nuevo en el borde de la cama y se incorporó. Pasos lentos y arrastrados. Encajó la ventana y se aseguró de que estaba bien cerrada. Volvió a estirarse en la cama, a clavar los ojos en el techo, a sentir calor, a llorar. Insoportable. La ventana se rebeló y se abrió con fuerza chocando contra la pared. Cristales rotos tintinearon en el suelo. Claudia se sentó asustada. Ahora sus ojos observaban en la oscuridad. La ventana rota. Las cortinas volando. El agua entrando, conquistando su espacio, inundando su desierto nocturno.
Se levantó por última vez. Ojos abiertos en la penumbra. Dolor al chocar contra la cómoda, dolor al encontrarse con una esquina, dolor al pisar los cristales rotos en el suelo. Salió a la terraza y miró al cielo negro furiosa. Pronto la lluvia calmó su piel, el olor a tierra mojada serenó sus nervios, el sonido de la tormenta apaciguó su enfado. Ofreció su boca a las nubes y las gotas de lluvia la saciaron como la más exquisita ambrosía. Su cuerpo permaneció inerte bajo la tormenta, empapado pero sereno, sin sentir frío pero sintiendo frescura, sin miedo pero sin riesgo, respirando pero sin ahogo. Poco a poco la lluvia, como Claudia, fue atenuándose en la noche. Las nubes se retiraron elegantemente. Los truenos y rayos se fueron despidiendo. Las últimas gotas descansaron en las hojas de las plantas del jardín. El cielo se tornó anaranjado y ante ella un suntuoso y cálido sol comenzó a emerger del horizonte. El calor de Claudia se había evaporado con la lluvia.
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