“Son las 6.45. Buenos días.” ¿En qué mal momento decidí comprar un despertador parlante? Me resisto a abrir los ojos. Quiero volver a dormir. Me giro y vuelvo a taparme la cabeza con las sábanas de algodón. Qué gusto. Un ratito más. “Son las 6.50. Buenos días.” Buff… No quiero ir a trabajar. Bajo con un manotazo la cresta del gallo que me informa de la hora. Si no me levanto en este preciso instante llegaré tarde. Otra vez. Mi jefe me va a matar. Pero quiero dormir. Y pronto me vuelvo a abrazar a Morfeo.
“Son las 8.00. Buenos días.” Abro los ojos de golpe. Sobresaltado. ¿Las 8? Imposible. ¿Cómo me he podido dormir? Intento incorporarme pero no puedo moverme. Extrañado muevo la cabeza de izquierda a derecha. “Estaré cansado”, pienso. Vuelvo a incorporarme pero mi cuerpo no me responde. Mi cabeza cae como un peso muerto sobre la almohada. Respiro profundamente y “No pierdas la calma -me digo-. Todo esto debe tener una explicación razonable.” Los dedos del pie se mueven levemente. ¿Por qué entonces las piernas están ancladas al colchón? ¿Por qué las manos no me responden? ¿Por qué mi cuerpo es tan pesado como un yunque? La respiración no funciona. Me estoy poniendo nervioso, muy nervioso. “Son las 9. Buenos días.” En cuanto pueda moverme voy a estrellar el despertador contra la pared. Estoy furioso. Me siento frustrado. “De estas me despiden, seguro”. Da igual las horas que me pasé con el proyecto multimillonario que nos dio un premio internacional. No cuentan las horas extras. No valen los fines de semana sacrificados por poner informes al día. Mi cabeza da vueltas. ¿Qué me está pasando? Fijo la mirada al gallo que gira las agujas del reloj despacio, lento pero sin pausa. Cuando lo compré me pareció gracioso. Ahora creo que lo podría fulminar con la mirada. Tic-tac, tic-tac, tic-tac. “Son las 10.00. Buenos días.” La situación, aparte de absurda, es desesperante. Sigo sin poder moverme.
Un nuevo ruido se une al del gallo. La música de mi móvil. Seguro que es mi jefe. Suena una y otra vez. Es inútil. No puedo contestar. ¿Cuándo se me ocurrió desactivar el manos libres? Qué tortura. El gallo y el móvil juegan un partido de tenis interminable, hasta que uno de ellos pierde por falta de batería. Suspiro. Es mediodía y sigo petrificado en mi cama sin entender qué puede estar pasando. Unas lágrimas resbalan por mis mejillas. Yo nunca lloro. Hasta hoy. Lloro, lloro y lloro hasta que mis ojos se secan. Seguro que están enrojecidos porque ahora me escuecen. Y no puedo rascarme. Acabo de descubrir una nueva forma de tortura. Mi cuerpo se ha rebelado contra mí. Sí. Es eso. Una rebelión. Un boicot. No. Se me está yendo la cabeza. ¿O no?
La posibilidad de una rebelión corporal se me antoja sublime. Me cuesta tanto decir que no a todos que, que mi propio cuerpo me diga que NO quiere moverse, es hilarante. Cuando lo explique, no me va a creer nadie. Y me echo a reír. Río, río y río hasta que el dolor me atenaza el torso. Esto es surrealista. Mi cuerpo negándose a seguir mi ritmo acelerado, a mis horas interminables de trabajo, a mi agenda repleta de citas y actividades. Una huelga corporal. Lo nunca visto. Aunque pensándolo bien… Sí que necesitaba unas vacaciones. Las llevaba posponiendo porque nunca era el momento adecuado: la promesa de un ascenso, un proyecto importante, la fusión… Y cuando me quise dar cuenta llevaba cinco años sin descansar. ¡Qué vida más triste llevo!
“Son las 15.00. Buenos días.” Me rindo. Mis ojos se cierran y caigo en un profundo sueño. Un sueño reparador. Un sueño ansiado. Un sueño esperado. Ya no escuchaba a mi gallo parlante.
Comentarios