15. UN HOYO INQUIETO


A mi golfista preferido: Gracias 

Había una vez un hoyo que no acababa de encontrar su lugar. No le gustaba nada ser el 18, el último de la fila, al que todos llegaban cansados y hastiados.  Así que decidió salir de viaje a ver si encontraba un lugar en el que se sintiera como en casa.
El hoyo nº1 parecía el más apropiado. Era el primero, el más importante. Todos llegaban sonrientes, ponían el tee y ¡clac! Tiraban con todas sus fuerzas hasta acercarse a él. Poco a poco se dio cuenta que los golfistas no le hacían ningún caso porque tenían prisa por continuar. Estaban frescos y llenos de energía y pasaban raudos y veloces por él. Ese no era su lugar, así que siguió su camino hasta la próxima parada.
El hoyo nº 2 tenía un lago precioso. A menudo había visto desde la distancia que grupos de patos retozaban felices a su alrededor. Le gustaba escuchar la sonrisa de los otros porque eso le hacía feliz. Seguro que se sentía contento él también. Pronto sin embargo supo que estaba equivocado. Los golfistas bramaban enfadados cuando volvían a perder una bola más en el fondo del agua. Aquello lo incomodaba sobre manera. Así que huyó despavorido de aquel lugar.
El hoyo nº 3 era corto en metros. Los golfistas fanfarroneaban a menudo sobre quién iba a aproximarse al green. Soltaban carcajadas a pleno pulmón mientras se burlaban los unos de los otros. Al principio fue divertido y reía con ellos pero luego tanta competición se le atragantó. Muy a menudo no llegaban, rompían palos y se insultaban. Los ganadores se iban con un regusto amargo. Ese no era su lugar, así que, decepcionado una vez más, reanudó la marcha hacia un destino incierto.
El hoyo nº4 estaba oculto tras unos altos árboles que le daban sombra. Se sentía fresquito y tranquilo. Todo iba estupendo hasta que se le cayó una rama encima y le hizo un considerable chichón. Definitivamente, aquel tampoco era su lugar.
El hoyo nº 5 estaba cerca del mar. El balanceo de las olas lo relajaban sobremanera. Tanto que estaba siempre adormilado y se perdía las mejores jugadas. Aquel no podía ser su lugar y, aún con los ojos medio entornados, arrastró sus pies en pos a un destino más apropiado para él. Le gustaba estar despierto, descubrió.   
El hoyo nº6 coronaba una alta colina. Estaba extasiado por las vistas. Desde allí podía ver todo el campo con un simple golpe de ojo. Miraba y miraba y siempre encontraba algo interesante que observar hasta que un día se le cagó una gaviota encima y lo dejó tuerto por curiosear. Furioso y dolorido determinó irse de aquel sitio que le había arrebatado una de sus ventanas al mundo.
El hoyo nº7 le pareció más seguro. Estaba al final de una recta larga y amplia. Allí nunca sucedía nada interesante. Se quedó allí hasta que se aburrió como una ostra e inició de nuevo el viaje en busca de nuevas aventuras.  
El hoyo nº 8 tenía un gran foso que lo envolvía. El hoyo nº 18 se frotó las manos porque iba a escalar una pared vertical de unos 5 metros (o, al menos, era lo que le parecía a él). Nunca antes había escalado tan alto. Sin duda, aquella sería una experiencia que no olvidaría jamás. Y empezó a subir y subir cada vez más alto. El cansancio se iba apoderando de él. Resbaló y cayó al suelo con un golpe seco. El chichón que le salió era puntiagudo y doloroso. Y con la cabeza gacha, se fue con la música a otra parte.   
El hoyo nº 9 era justo la mitad del trayecto. Era el descanso del guerrero, el final para el cobarde.  Pasó de largo. Le recordaba demasiado al punto de partida. No, no era su lugar y se fue de allí volando.
Llegó al hoyo nº 10 casi sin respiración, como si un demonio lo persiguiera. Frenó de golpe y derrapó. Un alud de arena lo cubrió por completo. Le costaba respirar y es que se estaba ahogando en arenas movedizas. Supo de inmediato que había caído en un bunker y que de allí no se escaparía fácilmente. A lo lejos vio un rastrillo que descansaba en la orilla. Estiró los brazos con todas sus fuerzas. Casi llegaba a la punta. Respiró profundamente y se estiró aún más. Su único ojo dificultaba la empresa y el chichón en la cabeza le pinchaba dolorosamente. Un último empujón lo ayudó a salir. Recuperó el aliento y, sin mirar atrás, dejó aquel que no era su lugar y continuó su marcha.
El hoyo nº 11 estaba más cerca de lo esperado. La distancia era pequeña, casi diminuta. Recordó su experiencia en el nº 3. Decidió no intentarlo siquiera. Siguió a paso firme a su próximo destino. Estaba seguro que encontraría su lugar, que no era ese, el que dejaba atrás, y se fue por dónde había venido.
El hoyo  nº 12 era algo especial, extraordinario. Tenía dos cascadas y una suntuosa fuente en el centro. Había llegado al paraíso (o eso era lo que creía). Pronto descubrió  que aquel lugar era demasiado familiar. La frustración, el enfado, la energía negativa, los golpes de pelotas víctimas de la ira de algunos golfistas. Se transformó en una pesadilla. No era su sitio, algo en su interior se lo decía, y tardó poco en salir de allí pitando.
El hoyo nº 12+1, el de la mala suerte. No, no, lo iba ni a intentar. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Se ajustó la solapa y continuó su camino rápidamente. Ese no era su lugar o eso le repetía incansablemente su intuición. Sí, sí. Lo sabía. Tenía que salir de allí lo antes posible.
En el hoyo nº 14 respiró aliviado. Una curva lo ocultaba de miradas indiscretas. Era un buen lugar para descansar. El viaje estaba siendo más difícil de lo que esperaba. Se sentía desubicado y sin dirección. Tenía miedo a perderse y quedarse al final en un sitio que no le correspondiera. Se quedó unos días allí, reflexionando sobre su futuro y aún cavilando siguió su viaje, sin darse cuenta que giraba en la calle equivocada. Perdido, ahora sí que estaba realmente perdido.
Una zarza se le enganchó en el calcetín derecho. Había topado con un hazard pero ¿cómo había llegado hasta allí?  Se enredó más si cabe intentando escapar. Arañazos, ropa hecha jirones. Estaba magullado de los pies a la cabeza. Se estiró y cayó al suelo de bruces. Y entonces lo vio. ¿Era el nº 17? ¿Cómo había llegado hasta ese hoyo? Al final sus temores se habían cumplido. Se había perdido. Apesadumbrado, prosiguió su búsqueda.
Desanduvo parte del camino hasta ver en la lejanía el hoyo nº 16. Parecía un lugar bonito. Demasiada luz, puede que tenga demasiada luz; pensó. Se tapó su único ojo con la mano para evitar ser deslumbrado y siguió caminando arrastrando los pies. El cansancio y la tristeza lo embargaban. No podía más. El agotamiento lo estaba devorando lentamente.
Se desplomó en el hoyo nº 15. Roto y exhausto. ¿Qué había hecho? Tanto esfuerzo, tanto camino andado, el viaje tan largo. No había servido para nada. Recordó lo que él había sido. El hoyo nº 18, el final pero también el principio. El descanso del guerrero, la alegría del vencedor y la tristeza del vencido. Tal vez no fuera un paraíso ni tuviera las mejores vistas pero al menos no era peligroso. Y entonces lo entendió. Su lugar era ese. Ni más ni menos. El mismo hoyo nº 18.

Volvió a casa satisfecho, con la cabeza alta y el pecho henchido de orgullo. Y se quedó allí. Quieto y expectante. Esperando a que algún golfista atrevido tuviera la valentía necesaria para llegar a su green y conquistarlo.



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